Poesía para ensalzar la Sierra de San Vicente

Ernesto Sempere en Cardiel
Ernesto Sempere

Ernesto Sempere Villarrubia fue un enamorado de Toledo, sus pueblos y sus gentes. Aficionado a la música, compuso, entre otras, «Canto a Bayuela» y «Canto a Cardiel«. Fue pregonero de las fiestas patronales de ambas villas, así como presentador de varios festivales benéficos. Compuso multitud de poemas, consiguiendo premios en certámenes poéticos, como el Primer Premio de Poesía otorgado por la «Sociedad de Amigos de la Sierra de San Vicente» de Castillo de Bayuela en 1992.

La Sierra de San Vicente, en uno de sus días

Admirad nuestra Sierra. Lleva el nombre de un Santo
que se llamó Vicente.
Aquel que recorriera sus antiguas veredas
en tiempos de Daciano.
Donando sus bondades, sapiencias y dulzuras,
cristianas compasiones,
para gente oprimida bajo el yugo de Roma,
en el solar hispano.

Miradla cómo emerge, surgiendo entre la bruma,
la altiva cordillera.
La sombra de sus montes se enciende lentamente
en tono de corales.
Se va viniendo el alba y el sol pone reflejos
de oro en las cañadas
y en los bosques de pinos, que atalayan las cumbres,
matices verdemares.

El aire tiene olores ingrávidos y puros
de castañares viejos,
Aromas de floresta, suaves y perfumados,
leves y transparentes.
Fragancia terca y dulce a ramones de encina
que quema el piconero.
Efluvios de pinares que, envueltos en la niebla,
se muestran trascendentes.

El sol lanza sus rayos, cuchillo deslumbrante
que rompe la neblina.
Y aparecen colores que nunca presentimos,
que iluminan canchales,
crestones y collados, roqueros, barrancadas,
precipicios fragosos …
Antiguos torreones en castillo vetusto.
Y piedras monacales.

El color verdipardo de la rugosa encina.
El azul del enebro.
El rojizo amarillo del tímido viñedo
que repta en la ladera.
La palidez morada de los lirios silvestres.
El negro de las rocas.
Y el verdoso grisáceo, ascético y humilde,
de añosas cambroneras.

El tímido violeta de la flor del tomillo.
La plata en un olivo
erguido allá en el valle, solitario y adusto.
Y el verde de la hierba.
Intensísimo. Crudo. Verde recién creado.
Bañado de rocío.
Que cubre las praderas, circundadas por cándidos
paredones de piedra.

El oro verde suave de la sensual retama.
En la quebrada, el ocre.
Carmesí de amapolas. Un verde gualda manso
tiñendo nocedales.
Y púrpuras cerezas. Y nevados almendros
con vestidos de novia.
Dulces tonos. Matices de minúsculas flores.
Campestres. Montaraces.

El día va creciendo. Hay un hondo retumbo
allá en el horizonte,
que anuncia la tormenta. El viento sopla y gime.
Las nubes galopantes
traen cortina de lluvia, desgarrada por lívidos
relámpagos verdosos.
Tronada y aguaceros que convierten las sendas
en turbios lodazales.

El agua que se escapa en pequeñas cascadas,
sonriente y gozosa,
nutrirá manantiales y creará arroyuelos,
saltando en trompicones
por los suaves declives y cárcavas sedientas,
en rumor melodioso.
Borbotones alegres. Promesa de fecundos
y claros fontarrones.

Ya pasó la tormenta. El cielo se desgarra
allá en la lejanía
con cárdenas saetas. Tras la negra muralla
del distante horizonte,
el trueno bate sordo. Como un tambor de luto
en algún Viernes Santo.
Hiriendo con sus flechas, un sol lleno de fuego
abrillanta los montes.

En la celeste bóveda, aún bañada de lluvia,
se ha dibujado un arco
iris esplendoroso. De cándidos matices,
gradaciones, colores,
que colma de sosiego y pacífica calma
la tarde tempestuosa
y en rosicler la enciende con reflejos dorados,
en ingenuos rubores.

Un vaho se levanta de la tierra mojada.
Y surgen mil rumores.
Inesperados. Leves. Tonalidades vagas.
Concierto de las frondas.
De regatos que bajan riendo hasta los valles.
De restallar de un hacha.
Potrancos que relinchan. Una perdiz que canta
y un batir de palomas.

Susurro de los bosques. Un aura perfumada.
Y una niña que canta
en lo alto de un cerro. Que alarga sus bracitos
al cielo de la tarde,
mientras juega gozosa. Que parece quisiera
aprisionar la nube
que cruza corredora. ¿O alguna mariposa?
O, ¿por ventura un ángel?.

Y la madre que busca, entre agujas de pino, el níscalo furtivo
y que grita al esposo: ¡Sube, Pablo, que hay muchos!
mientras repite el eco
la llamada apremiante, aguda, jubilosa,
que rebota en los riscos.
Y unas grajas veloces, alada algarabía,
se pierde allá a lo lejos …

El sol se está marchando, hundiéndose en la tierra,
huidiza y lentamente.
Sus últimos destellos van pintando las rocas
de color vino viejo
La brisa pura y suave nos acerca al tañido
de un campanil distante,
invitando a los fieles al Rosario de un pueblo
que brilla allá a lo lejos …

Todo aparece inmóvil, como falto de aliento.
Va cayendo la tarde.
El cielo se ha teñido de reflejos de sangre.
Ya se anuncia el milagro
negriazul de la noche. En las cumbres remotas
aparece la luna
flotando majestuosa, con sonrisa de fiesta
en su semblante blanco.

Una zumaya canta en llamada de celo.
Latido quejumbroso.
Un concierto de grillos saluda alborozado
la noche sosegada.
Un perro lanza al aire su ladrido quebrado.
Y hay un balar de ovejas.
Un pastor canturrea, al amor de la lumbre,
en distante majada …

Una fugaz estrella atraviesa la noche
y se muere en un soplo.
Selene está bañando con dulcísimas luces,
cantiles y enramadas.
Como si hieran mieles, los árboles chorrean
las blancas claridades.
Se han apagado aromas, colores y sonidos.
Todo es plácida calma …


Miradla cómo duerme, reposando en su sueño,
la altiva cordillera.
Es un día más vieja. Un suspiro tan solo
en su historia y hazañas.
Dejadme que la cante, que ensalce la belleza
de esta Sierra bendita,
toledana y excelsa, pintoresca y agreste,

¡¡Ave, amada montaña!!